
Los campesinos de las fértiles tierras de Michoacán agregan siempre unos granos de maíz rojo a la semilla. “Nuestros antepasados tenían la creencia de que las mazorcas rojas cuidarían las labores del campo”, comenta Javier Gabriel Pedro, quien asegura que en sus maizales siempre brota por lo menos uno de estos guardianes.
A eso venimos a la región de Pátzcuaro-Zirahuén en Michoacán: a documentar la diversidad de los maíces nativos de la zona –donde se han identificado seis razas y veinte variedades adaptadas al clima– y la lucha que han emprendido algunos agricultores y miembros de la sociedad civil para preservar esta riqueza.
Aunque México es centro de origen del maíz, y a lo largo y ancho del país los pequeños productores siguen sembrando más de 60 razas de este cultivo, la increíble diversidad de esta planta está en riesgo; al cabo de 3 mil años de domesticación de la especie, políticas agrarias que privilegian grandes extensiones de monocultivos, cambios en el uso de suelo y la amenaza de semillas transgénicas ponen en duda su supervivencia.
Hay frecuentemente muchos más tipos de maíz en
una sola localidad de México que en todos los Estados Unidos
Edgar Anderson, 1946.
Pero es difícil pensar en eso mientras escuchamos las expresivas analogías de Javier Pedro “los cabellos del elote son los ombligos del grano”, quien nos ofrece degustar de sus mazorcas tiernas recién cosechadas, asadas en un fogón a unos metros de su maizal en la comunidad de Aranza, municipio de Paracho. “Nunca han probado algo tan delicioso”, nos anticipa Carmen Patricio Chávez, la técnica de campo de la organización GIRA (en hint: Grupo Interdisciplinario de Tecnología Rural Apropiada) y nuestra guía durante el viaje. Tiene razón, y por unos minutos se pierde el orden mientras el equipo de trabajo comenta el golpe de sabor inusitado e intercambia elotes para contrastar la dulzura y textura entre éste de grano amarillo contra aquel de color negro o ese otro blanco.
Javier Pedro participa con la Red Tsiri, un esfuerzo de organización social coordinado por Carmen, cuyo objetivo desde su fundación en 2009 fue crear un vínculo sin intermediarios entre los productores de maíz orgánico, talleres de tortilleras y consumidores conscientes. La Red Tsiri busca preservar la agricultura sostenible campesina y ayudar a valorizar los maíces nativos o criollos a través de productos artesanales. Una labor que se dice fácil, si no se toma en cuenta que los maíces nativos compiten económicamente con el maíz barato y subsidiado de las semillas conocidas como “mejoradas”, generalmente importadas de estados como Sinaloa.
“El consumidor convencional se deja llevar más por el precio que por cómo se produjo un alimento”, explica Carmen. “Acá el maíz híbrido [de semilla mejorada] es barato en comparación con el maíz criollo. El consumidor, por una diferencia de 50 centavos, compra el híbrido sin preguntarse en qué condiciones se produjo”.
Otro reto al que se enfrenta la Red Tsiri es la falta de conciencia, tanto de los consumidores en las ciudades como de los mismos productores en el campo, entre los cuales se ha expandido el uso de agroquímicos para incrementar la productividad del cultivo a corto plazo, así como la compra de semilla “mejorada” para sembrar, en vez de seguir cultivando sus variedades locales. Tras unos días por los caminos de Pátzcuaro, Erongarícuaro, Tzintzuntzan y Quiroga, va quedando claro que lo que está en riesgo no es sólo una pérdida de diversidad biológica, sino también cultural.
Las 6:45 de la mañana es el momento en que los gallos comparten espacio con los murciélagos. Éstos últimos revolotean en torno a un festín de mosquitos mientras esperamos la llegada del alba en el muelle de Ucazanaztacua. El pescador Gregorio nos dará un recorrido en su lancha por las islas del lago de Pátzcuaro: La Pacanda, Tecuena, Yunuén o la famosa Janitzio. Pero no estamos interesados en ver las garzas que anidan en Yunuén, ni la conmemoración por el día de muertos de Janitzio. Queremos volar el drone y con un poco de suerte entrevistar a algunos pescadores.
El primero con el que hablamos es Tata Cristóbal, un viejo pescador purépecha con poco dominio del español. Con sus piernas cubiertas por la red que viene alzando del agua, de buen ánimo cuenta que tanto él como su esposa prefieren comer tortillas hechas con maíz nativo, pero que desde hace años compran maíz “híbrido” porque ya no encuentran el primero.
El segundo pescador se llama Alberto Morales, alias “el guapo”. Al igual que Tata Cristóbal, el joven de 20 años cultiva maíz, calabaza y frijol en sistema milpa, pero a diferencia del abuelo ya no habla purépecha y cuando le preguntamos sobre su preferencia entre maíz criollo o “híbrido”, le es indistinto.
Poco después, Eudoro Campos, un campesino de La Pacanda que tumbó la mitad de su maizal para sembrar aguacate, nos recibe sonriente, portando jeans, camisa color lila y botas de hule. Hace unos 6 años cambió su milpa de maíz criollo por maíz de semilla “mejorada” porque “el tallo del criollo crece más alto y los vientos lo tumban más fácil” y desde entonces Eudoro y su familia no miraron hacia atrás. Lo prefieren completamente, aseguran. Sólo que ahora la seguridad alimentaria de Eudoro y su familia está vulnerada. Eudoro se ve obligado a comprar semilla nueva año con año, puesto que el maíz “híbrido” no se puede reproducir.
Según Carmen de la Red Tsiri, quienes sustituyen su maíz criollo por el “híbrido” o de semilla “mejorada” muchas veces lo hacen por estatus social; deseando marcar una diferencia entre el campesino que sí puede costear la semilla del que no. Su reflexión parte de experiencia propia.
“Para mí… el crecer en el campo, hacer las tortillas en la casa, era símbolo de pobreza. Fue hasta que entré a trabajar a GIRA que reconocí el valor del trabajo en el campo, de comer tortillas de maíces criollos, maíces que nuestros padres y nuestros abuelos han producido. Eso es lo más valioso que tenemos”, reflexiona Carmen, quien nació en la comunidad de San Francisco Uricho en Erongarícuaro.
Desde su creación, los integrantes de la Red Tsiri han fluctuado. Actualmente consiste en cinco señoras que hacen tortillas, gorditas, ponteduros, galletas y tostadas, todo de maíz orgánico y nativo de la región de Pátzcuaro. Sus productos luego se venden en diversos puntos, entre restaurantes, tiendas y escuelas en Pátzcuaro y Morelia, en una cadena de comercio justo que beneficia a todos los eslabones de la cadena productiva. Su relevancia, quizás, no está en su tamaño sino en la replicabilidad de su modelo en un esquema de redes descentralizadas:
“Nos han preguntado que si pretendemos ser una empresa grande; en realidad lo que se quiere lograr es que este grupo se pueda sostener solo para después replicarlo en otro lugar con agricultores y tortilleras diferentes. La idea no es hacer una empresa sino cadenas cortas con las que podamos llegar a los consumidores”.
Sin embargo, un modelo como el descrito arriba sólo tendrá éxito cuando los consumidores recuperen el hábito de preguntarse sobre el origen de sus alimentos y las condiciones en que fueron elaborados. Carmen concluye:
“Cuando tenemos un consumidor consciente a nosotros nos ayuda mucho porque está ayudando a la biodiversidad, a que se sigan cultivando los maíces, a conservar una cultura y a que el agricultor siga sembrando”.