Los ojos azul pálido del finquero Diego Woolrich Ramírez han atestiguado más de medio siglo de la historia de café en Oaxaca, México y el mundo. Productor de café de cuarta generación, Diego recuerda los buenos años previos a la caída en picada del precio del café en la década de los noventa, la dura batalla que fue mantenerse a flote en un panorama económico adverso y el respiro que le ha significado el mercado de café de especialidad.
Visitar la finca Sinaí, ubicada en el municipio de Santos Reyes Nopala, es rebobinar el tiempo hacia un ritmo y una época que se sospechaba perdida pero que Diego, de la mano de su pareja Susana Chía, está luchando por preservar y echar hacia delante. Enclavada en el Cerro del Ocote, la finca pervive aislada en silencio del resto del mundo ajetreado e hiper-conectado. A un costado del patio de secado, viejas despulpadoras, morteadoras y molinos de maíz son un homenaje a la historia de la finca, mientras que dentro más maquinaria en desuso acumula polvo y óxido.

La finca Sinaí vista desde las alturas.
Cuando llega la tarde, y con ella la neblina, los peones de la etnia chatina apilan el café que secaba en el patio y lo cubren con petates para aislarlo de la humedad. Se resguardan en casa en espera del día siguiente, que como es época de cosecha consistirá en salir temprano a pizcar los cerezos maduros de los cafetos sembrados en 87 de las 240 hectáreas que componen la finca. Otras 30 hectáreas están destinadas al aprovechamiento de recursos forestales de maderas duras como el ébano y el restante es manejada como reserva natural.
Al hablar con el septuagenario y recorrer con él los cafetales y el beneficio húmedo, se va dibujando el nivel de vulnerabilidad al que están sujetos todos los caficultores de la región. Aunado a la volatilidad del precio del café en la bolsa de valores, el sismo de 1999 resquebrajó el patio de secado del café y debilitó las estructuras de sus edificios; los embates de los ciclones tropicales Carlota, Paulina y Rick volaron los techos de la vivienda y dieron al traste con la fertilidad de los suelos.
“El Paulina vino acompañado de otro huracán llamado Rick, que llegó a los 30 días. Cada uno de ellos nos dejó 8 días de lluvia continua de día y de noche. Lloviendo 24 horas. En estas montañas, el suelo se fue. Toda la materia orgánica que tenía el suelo se fue. Hasta el año del Paulina tuvimos muy buena cosecha. A partir del año siguiente, abajo y abajo y abajo y abajo y las plantas más raquíticas y más raquíticas cada vez”, recuerda don Diego.
Para cuando se recuperó y finalmente alcanzó un punto de equilibrio entre el costo de producción y el precio de un quintal (46 kilos) de café, llegó la plaga de la roya, arruinando el 45 por ciento de su cosecha.
-Don Diego, ¿por qué se fue al traste el precio del café en los noventa?
“Se lo voy a platicar desde el punto de vista local”, comenzó, “cuando yo era niño, solamente las grandes fincas producían café. como Sinaí, Aurora, Jamaica, la Perla, Coscoche, Las Nieves… Los trabajadores –generalmente de habla chatina– encontraban fuentes de trabajo en esas fincas. Aprendieron cómo sembrar el café, cómo cultivarlo, cómo cuidarlo; todo lo que se tenía que hacer y empezaron a llevarse semillas y sembrarlo en sus parcelas y ahí se volvieron productores de uno, dos, diez hectáreas. Empezó a crecer el número de gente que producía café porque había compradores. Había demanda de café, había buen precio y era redituable para todo mundo”.
El fondo del problema fue económico; la oferta superó a la demanda y el precio cayó. A inicios de los ochenta los países productores y compradores de café agremiados en la Organización Internacional del Café se comprometieron a retener granos para controlar el precio. Pero las bodegas de los gigantes cafetaleros como Brasil y Colombia se llenaban de café oro que se iba quedando con cada nueva cosecha que llegaba. Eventualmente, dejó de tener sentido comprar café a 120 dólares por quintal si se podía adquirir a 60 o 70. “Mientras más producías, más perdías”, recuerda.
Durante esa última década previa al cambio de milenio, Diego y su hermano Alfredo fueron abandonando áreas de producción en la finca. Alfredo checaba las estadísticas de producción de una cierta parcela y si no era rentable ordenaba que se dejara de trabajar. La mata natural de la selva pronto se apoderó del cafetal. –Don Diego, ¿y por qué no dejó el café?, se le pregunta, y el ingeniero mecánico de formación pausa unos segundos antes de contestar.
“¿Qué voy a hacer? Yo no me arredro, no me rajo, sigo. No me rajo porque soy gente del café, sencillamente. Me gusta el café, me gusta mejorar los procesos del café”.
Ahora el reto es la roya, que ha hecho que los grandes productores se vuelvan pequeños productores. Mientras que hace dos años Diego contrató 120 trabajadores para la cosecha, el año pasado contaba con unos 80 y para esta temporada contrató sólo a 22, es decir, menos de la quinta parte que en 2013. “Ahorita por ejemplo hay mucha gente que quiere venir a trabajar y se les dice que no. No podemos contratarlos porque si hay poco café maduro, mientras más sean más rápido se acaban el café maduro y se tendría que parar la cosecha mientras madura otra vez el café. No tiene sentido”, lamenta.
Pero como va quedando claro conforme uno convive con Diego, el también ex presidente de la Confederación Mexicana de Productores de Café (CMPC) no ceja. Un porcentaje de su café se va al extranjero, mientras que otro tanto se lo vende a Susana, quien tiene una cafetería en la ciudad de Oaxaca llamado La Antigua. Ella lo compra, procesa, industrializa y comercializa.
Por otro lado, hace unos años le entró de lleno al café de especialidad o alta calidad. Entender este mercado de nicho es des-aprender la falacia de que café es café y cualquier grano es similar o igual al de junto. Es entender que los granos con que se preparan los expresos o americanos a cientos o miles de kilómetros de su origen fueron sometidos a una cadena de procesos y que la calidad final de la taza depende en buena medida del cuidado y trazabilidad de cada cada paso de dicha cadena.
“En el mercado de especialidad se pueden vender microlotes que pueden ser desde un saco hasta 40, 50 sacos, no como antes que se tenían que vender grandes cantidades de café para exportar. Hubo una temporada en que no se podían exportar menos de 250 sacos de oro –equivalente a 375 quintales de pergamino”, elabora Diego, sentado a un costado de su despulpadora.
Así se pasa los días, buscando compradores, supervisando la operación de la finca y descubriendo si el grano del día adquirió un sabor a nuez, vainilla o canela. El microlote de un día café se seca en patio bajo el sol, mientras que el del día siguiente se coloca en camas africanas en la sombra. La búsqueda de la calidad parece caer en un terreno entre el arte y la alquimia, un valor que se obtiene a través de la prueba y el error.
“Hay una situación muy específica del café, nunca sabes qué va a pasar con el precio del café. Entonces el productor de café siempre está con la esperanza de que la próxima cosecha la va a vender a muy buen precio”, lanza don Diego, que no pierde la esperanza.