“Sin magueyes no puede haber tlachiquero, sin tlachiquero no puede haber pulque y sin pulque no hay nada, no hay pachanga, no hay mitote dijeran”—tlachiquera Teresa de Jesús García.
Nopales y magueyes dominan el paisaje que se extiende a los pies de las majestuosas Pirámides de Teotihuacan ubicadas a unos kilómetros de distancia. Me detengo a la mitad del camino rural de grava roja y afino los sentidos para escuchar los sonidos del campo mexicano: a lo lejos, la voz de una maestra que por megáfono repite instrucciones a los estudiantes, el canto de las aves, el zumbido de los mosquitos, un gallo, perros que intercambian ladridos y arriba, a lo alto, las turbinas de un avión que sobrevuela invisible el Valle de México. A mis espaldas, reaparece de entre los magueyes el productor Julián Beltrán, cargando en una mano una penca de maguey y en la otra una cubeta con sus herramientas: la tajadera, cuchillo y pala, guantes, machete, hoz y lima. Junto con otros cien productores de la región de Teotihuacan, en el Estado de México, Julián y los demás han emprendido una cruzada por restaurar al imaginario popular el cultivo milenario del maguey pulquero. Tras varios días de conversar y convivir con productores de maguey y tlachiqueros, es difícil concebir que la idiosincrasia de estas personas estuviera a punto de extinguirse, después de los buenos tiempos en los que la demanda de pulque era tal que los trenes entraban diario a la capital cargados con el néctar de los dioses prehispánicos. A inicios del siglo XX las grandes industrias cerveceras llegaron a México con el objetivo de relegar la bebida ancestral y tuvieron éxito, puesto que hoy son pocos los que han degustado un buen pulque y en cambio, México es uno de los principales consumidores de cerveza en el mundo [http://www.profeco.gob.mx/encuesta/brujula/bruj_2013/bol252_comparativo_cervezas.asp].
“Hace años, a cualquier persona que le invitaras un pulque, lo primero que decía era ‘si no soy albañil, si no soy macuarro’”, lamenta el destilador de pulque, Juan Carlos Lara, “y nos daba tristeza, nos pegaba en el corazón porque la planta es muy sagrada para nosotros”.
Pero tanto los que beben pulque, como los que lo producen, están muy lejos de ser figuras despreciables, sino todo lo contrario.
Está por ejemplo Bernardino Sánchez Rucas, un tlachiquero de elegante sombrero negro y con una mirada que escanea de soslayo su entorno. Batalla para entender la palabra escrita pero en cambio posee una sorprendente destreza a la hora de interpretar el ánimo de sus magueyes. Años de capar y raspar los agaves desarrollaron en Bernardino una aguda percepción de su materia prima, de la que habla en prosopopeyas:
“Al maguey, como a la mujer, ni todo el amor, ni todo el dinero, que se acaba pronto”, suelta de la nada un día mientras me muestra orgulloso su vivero de plántulas.
“Cuando raspo debo tener mucho cuidado y hacerlo a la misma hora todos los días, si no el maguey se encela y baja la cantidad de aguamiel. Yo he visto que con la mujer es igual, si no se le trata bien, con cariño y suavidad, no va a responder”.
También está su hermano José Alfredo Sánchez Roucas, el mayor de 14 hijos y otro aficionado a comparar el maguey con el ser humano: “todos somos mexicanos… pero ya ve que los hay gorditos, flaquitos, inteligentes y no tanto. Con el maguey es igual”.
José Alfredo emigró de joven para probar suerte en las ciudades y vivió, vivió mucho, pero aproximándose a los 60 años decidió retornar a su campito donde compró chivos y sembró agaves, recordando que éste era el cultivo de sus antepasados y a sabiendas de que era una planta noble y aguantadora, propia del altiplano central. Ahora, a sus 64, considera a cada maguey como un nieto al que hay que dar cariño, caricias y nutrición.
“Es como el ser humano, tienes que darle su alineada. En el caso del hombre tiene que cortarse el pelo, en el caso de la mujer tiene que darse su belleza, en el caso del maguey tienes que darle una poda cultural: cortas las hojitas que están por morir, metes nutrientes y vas revisando que no haya plagas en el suelo”.
Luego está Sara García, una maestra de matemáticas que siempre soñó con ser campesina y en cuanto se jubiló se retiró a cumplir su ilusión. Alegre, habla de su encuentro fortuito con el maguey, de cómo se enamoró y luego concluyó que ahí estaba su destino: “yo soy para el maguey. Lo he comprobado porque a mí el maguey ni me enguixa [en inline la palabra es otomí y refiere al efecto que produce el contacto del jugo cáustico de la penca del maguey con la piel, caracterizado por una fuerte sensación de picazón e irritación] ni me espina, es como si fuera mío o como si yo fuera de él”.
Y la lista continúa, porque el campo magueyero está plagado de personajes cuya existencia llena el espacio de fiesta y alegría, como don Julián, que avanza a 50 kilómetros por hora en su Vocho azul celeste modelo ’72, y con la presencia de quien se sabe líder, desglosa las etapas productivas del maguey. Más tarde ya entrado en confianza rememora los tiempos de su infancia, cuando a falta de agua potable bebían el aguamiel de los magueyes, un líquido dulce y ligero que sacia la sed y apacigua el hambre.
¿Será que de ahí viene el refrán “el pulque para los hombres y el agua para los bueyes”?
Después, como para llevar la contraria de que el campo mexicano está poblado sólo de viejos llegó Teresa de Jesús García González, la geógrafa de la UNAM que regresó a su terruño en Teotihuacan con el llamado interno de devolver a la región su naturaleza originaria y reforestar las tierras, ahora desprovistas y erosionadas tras años de abuso, con magueyes.
“La tierra necesita sangre joven, eso es lo que está pidiendo, los jóvenes que están perdidos en la ciudad que se vengan para acá”, conmina la joven de 28 años, “la tierra no es algo sucio, nos limpia, nos purifica y nos ayuda a entender la razón de porqué estamos aquí”.
Aún con la caída en importancia económica del cultivo, el maguey sigue capturando la imaginación de quien se cruza en su camino, y a nivel local los productores siguen empujando su consumo, ya sea adornando sus “despachos” –o sea, desde donde “despachan” al consumidor–, vendiendo pulque a los turistas que egresan de las pirámides ávidos por experiencias auténticas, o transmitiendo el conocimiento a las siguientes generaciones.
“Todos quien volver a tener un reconocimiento de su planta, de sus productos, quieren el prestigio que tenían antes”, resume la consultora de la CONABIO Anel Viridiana Franco Martínez, “el pulque era bebida de dioses, no cualquiera podía tomarlo. Ellos quieren rescatar un poco de eso, lógicamente con más gente y más plantaciones, y poder vivir de eso”.
La pelea por preservar los magueyes pulqueros es una de resistencia y los productores saben que es como ponerse con Sansón a las patadas, no sólo por la subvaloración de esta bebida ante otras de origen europeo, sino también por el problema de robo del mixiote, la falta de apoyo gubernamental, los retos de organización social así como de la comercialización del producto y la pérdida de jóvenes que quieran dedicarse al campo.
Pero como reflexionó el destilador Juan Carlos, el siglo pasado las grandes haciendas pulqueras se acabaron, pero los que se dedicaban al pulque desde antes de la llegada de los españoles siguieron, siguen y seguirán capando magueyes y produciendo pulque.